dilluns, 17 de novembre del 2014

‘Jezabel’ (Salamandra), de Irène Némirovsky


Desde que la descubrí, hará unos cinco años, esta escritora de origen ucraniano y alma francesa no deja de alimentar mi admiración por su obra y mi fascinación por su estilo. Aún arriesgándome a incurrir en el sentimentalismo, no puedo evitar comentar que cada vez que termino uno de sus libros me asalta la rabia y la pena por el funesto final que tuvo: una doble tragedia humana y literaria. Su deportación a Auschwitz, donde murió  de tifus, añadió una víctima más al horror nazi y privó a la literatura de una de sus voces más sensibles y creativas.

Irène Némirovsky era ya una escritora consagrada antes de que el Holocausto infectase Europa. David Golder y El Baile, sus dos primeras novelas publicadas, se ganaron el reconocimiento tanto de los lectores como de otros escritores, algo muy comprensible teniendo en cuenta la elegancia de su escritura certera y sencilla, y la profundidad lúcida de su mirada. Una literatura sin artificios, pero dotada de una gran precisión para la crítica y el análisis de la sociedad y de las personas.

Némirovsky publicó Jezabel en 1936, cuando su prestigio como escritora estaba plenamente consolidado. Al igual que en obras anteriores, la autora utiliza su propia experiencia para construir un elaborado retrato intimista que pone en evidencia las carencias de la sociedad en general y de la clase alta en particular. Sin embargo, aún teniendo en cuenta el detallismo con el que analiza los entresijos tanto del individuo como del colectivo, sus historias están escritas con una prosa fluida, de una intensidad casi poética, que atrapa y embelesa. Una escritura que recuerda la sencillez hermosa de los haikus japoneses, instantáneas de momentos que captan la profundidad del mundo en su fugacidad.

Jezebel, por Byam Shaw.
Jezabel es una novela muy breve que se inicia con unas pinceladas de género negro. Una dama de la alta sociedad se sienta en el banquillo acusada de asesinar a su joven amante.  Pero lo que parece una novela detectivesca lo es sólo en la forma y únicamente en las primeras páginas. Enseguida la acción retrocede y nos sitúa en el principio del personaje o, mejor dicho, en el comienzo de su obsesión que es lo que marca su condena final.

Aunque el nombre de la protagonista no coincide con el título del  libro, hay  una clara voluntad de la autora de que la relacionemos con la malvada reina fenicia que aparece en la biblia. Una mujer cuyo nombre se asocia a la promiscuidad y a la perfidia. A pesar de que el relato nos la muestra compungida y derrotada durante el juicio, la irrupción del pasado en la historia  trae a una Jezabel joven, en un momento crucial que  la define y hace intuir cual va a ser su actitud en el futuro.

A partir de aquí, la obsesión de la protagonista se erige en una crítica a una sociedad eclipsada por la juventud y la belleza. Un mundo que antepone la estética a cualquier otro valor y que la autora conoció bien al ser hija de un banquero. De hecho, se ha querido ver en Jezabel el reflejo de su propia madre, una mujer egocéntrica y superficial que jamás mostró afecto por su hija.

Una vez más, Irène Némirovsky se vale de un personaje concreto para retratar la impostura que reina en la alta sociedad. Despojándola de sus artificios, la autora revela la mezquindad que se oculta bajo sus elegantes vestimentas y sus frases lisonjeras. Un universo de aparente poder que, no obstante, nada puede contra lo inevitable.

dimecres, 5 de novembre del 2014

'Los girasoles ciegos' (Anagrama), de Alberto Méndez


Los cuatro relatos que forman el primer y único libro de Alberto Méndez, Los girasoles ciegos, están ambientados en la Guerra Civil Española, aunque su universalidad podría ubicarlos en cualquier otro país o conflicto. Porque lo que Alberto Méndez relata no es otra cosa que el efecto devastador que ejercen los conflictos en el alma, en el cuerpo, incluso en la memoria. Es por eso que el autor titula a cada una de estas historias ‘derrota’ y, además, las convierte en una especie de testamento que nos alerta de la degradación que acompaña a cualquier guerra.


La primera de las derrotas  nos enfrenta al hundimiento, a la profunda desesperanza de un soldado vencedor que no encuentra consuelo en la victoria. Invadido por una especie de lucidez que los demás consideran malsana, se entrega al enemigo herido por la certeza de saber que no hay triunfo posible.

La segunda derrota es, para mí, la más estremecedora. Es la supervivencia aferrándose a lo imposible, a una brizna de calor y a unas trazas de alimento. A través de las palabras del propio protagonista evocamos una historia de muerte y vida. En este orden. Un relato que si no fuese tan terrible sería hasta absurdo: un mundo estéril que acoge un nacimiento, un cuerpo que agoniza para dar a luz y, en ese entorno yermo y desalmado, la supervivencia irracional que parece alimentarse de su propio miedo.

La tercera derrota trata de la impostura, una actitud que también contiene algo de desesperación. Y es que el protagonista de esta historia va alargando sus días valiéndose del hecho de haber conocido al hijo del presidente del tribunal que le juzga. Día tras día elude a la muerte incluyendo en sus declaraciones alabanzas a ese hijo fallecido que, en realidad, fue un infame.

La cuarta y última derrota es la que da título al libro, Los girasoles ciegos. Es una historia de silencio, opresión y miedo. Un relato visto desde diferentes ángulos e, incluso, perspectivas temporales: la del narrador (omnisciente y atemporal), la del niño (que escribe de adulto) y el del diácono (en forma de cartas escritas en el mismo momento que se relata). Esta historia es, quizás, la más compleja, porque recoge distintas maneras de ver el mundo. En una época de represión en la que las palabras condenan y los hechos aún más, el pensamiento sencillo y limpio del niño empatiza con el del lector. Contrapuesto a este, el del diácono representa el pensamiento perverso y el comportamiento manipulador.

Todas estas derrotas tienen ciertos puntos de encuentro, personajes comunes, tragedias compartidas, que ayudan a dar verosimilitud a unas historias que son, como he dicho, universales. Con Los girasoles ciegos Alberto Méndez nos ha hecho un regalo de genialidad, por su estilo incomparable y por su sensibilidad certera que logra estremecerte hasta la médula.