En 1935, fecha en que se publicó esta novela, la autora ucraniana ya
era una escritora consolidada y reconocida en Francia. Habían pasado seis años
desde la publicación de la obra que la catapultó, David Golder, y aún
mantenía el prestigio literario que había admirado incluso a sus colegas de
letras. Nada hacía presagiar el destino funesto que interrumpiría ese ritmo
literario que destilaba a un ritmo constante obras de la envergadura de El
baile, Nieve en otoño o Jezabel.
Irène Némirovsky, afincada en París desde hacía más de quince años, escribía mientras la historia hilvanaba la catástrofe. Ajena a ella, la escritora se dejaba llevar por los mismos recuerdos que gestaron David Golder para construir el argumento de su propia vida.
Irène Némirovsky, afincada en París desde hacía más de quince años, escribía mientras la historia hilvanaba la catástrofe. Ajena a ella, la escritora se dejaba llevar por los mismos recuerdos que gestaron David Golder para construir el argumento de su propia vida.
El vino de la
soledad es la historia de
una ausencia afectiva, de la carencia antinatural del amor materno con todas
sus consecuencias. Este sentimiento ya lo había reflejado la autora cinco años
antes en El baile, pero lo que en ese relato se condensaba en una potentísima
anécdota alcanza en esta novela la profundidad de toda una existencia. Una vida
marcada por una progenitora completamente abstraída de su progenie. Una mujer banal
que, instalada en el egocentrismo, se limita a ignorar la infancia de su hija y
a pasar por alto sus tribulaciones de adolescente, preocupada únicamente de que
su crecimiento la envejece a ella.
El marco en el que se desarrolla la acción son los primeros años del
siglo XX, en los distintos hogares en los que transcurrió la infancia y la
adolescencia de Némirovsky: la casa familiar en Ucrania, la estancia en San
Petersburgo y, más adelante, el exilio a Finlandia como preámbulo a su
definitiva ubicación en París. En ese trasfondo cambiante, vemos el crecimiento
de la niña y la lucha obstinada de su madre por evitar la madurez. Ambas se
presentan como los opuestos de una dualidad que enfrenta sensibilidad y egocentrismo,
intelecto y vacuidad, ser y apariencia. Una lucha en la que la protagonista
está sola, aislada en su búsqueda de afecto, ante la insaciable necesidad
materialista que mueve a sus padres.
En El vino de la
soledad la autora vuelve a
diseccionar el mundo de las apariencias y, de paso, el alma humana. Con una
precisión exquisita, retrata una vez más la potencia de los
sentimientos y su alcance a través del tiempo creando una historia universal.