La primera impresión que
tuve al empezar a leer esta novela fue la de adentrarme en uno de esos
universos épicos y mágicos que tan bien saben construir los autores hispanoamericanos.
La riqueza del lenguaje, tan tupida como el entorno selvático que se describe, nos
brinda un sinfín de nombres vegetales para definir con detalle cada escena. Pero, además, Pep Bras sabe conjugar la tensión
del argumento con una constante referencia a los mitos consiguiendo despertar en el
lector su esencia más primitiva.
Así, con un estilo inspirado
y evocador, el autor nos adentra en el corazón de una isla donde la
civilización apenas se vislumbra entre las humildes chozas de bambú y la
naturaleza casi inexplorada. En este lugar, que bien pudiera ser el paraíso, la
maldición irrumpe en forma de naufragio
dejando en su vergel una hecatombe. De repente, el edén se vuelve infierno y,
aún así, hay espacio para el milagro. Es entonces cuando aparece el héroe y se
empiezan a definir los primeros protagonistas. La historia sigue siendo tan
sugestiva como el lenguaje, tan exuberante como la espesura.
Bras, además de estos
artificios literarios, hace gala de una versatilidad que impresiona. Cuando nos
hemos acostumbrado al acompasado y sensual ritmo que la recreación de la isla
otorga al relato, el argumento da un giro y nos sitúa en la Ciudad de la Luz. Es
el París de la Generación perdida, el de las vanguardias, el del Art-Decó, pero
también es la ciudad que se abre ante una jovencisima heroína. Entonces el
estilo de la escritura se vuelve más cosmopolita y su cadencia se adapta al
vertiginoso ritmo de la ciudad.
La niña que hacía hablar a las muñecas se vertebra en dos
escenarios radicalmente distintos, el de la selva y el de la ciudad, dos
contextos de los que se vale el autor para evidenciar la constante dualidad que
nos rodea. El héroe es también villano, la magia se vuelve ilusión, el amor se
transforma en odio... Ese dimorfismo se constata claramente en lo que
simbolizan la niña y su muñeco: lo vivo frente a lo inanimado. Pero, por encima
de todo, el propio relato ejemplifica esa duplicidad jugando con la invención y
con la realidad. Un juego que ha dado como fruto una obra maravillosa, llena de
matices y de lecturas, y cuajada de anécdotas sobre la época.
Decir que La niña que hacía hablar a las muñecas es
una novela histórica es encorsetarla en un género que la define a medias porque,
aunque nació con voluntad de biografía (o al menos eso parece) tiene esencia de
fábula y lirismo de epopeya. Lo mejor para hacerse una idea es asomarse a su historia a través del recorrido con imágenes que ofrece el propio autor en su página: